24/11/2009 - CULPAS CONSTITUYENTES,PECADOS ACTUALES
No es posible sustraerse a la conmoción provocada por el President Montilla en esa especie de reto dirigido sin ambages al Tribunal Constitucional, como respuesta a la filtración, quizá interesada, de por dónde podría encaminarse la sentencia inminente sobre el Estatut. Hay que decir que nunca en la actual etapa democrática se había llegado tan lejos en el cuestionamiento de la doctrina constitucional, por mucho que se busque el amparo de un refrendo bien escaso en participación del pueblo catalán, precedido bien es verdad por la aprobación de las Cortes Generales. Montilla, que para mantener su presidencia tuvo que hacer difíciles equilibrios en su gobierno tripartito, ha buscado o encontrado el apoyo de CIU para rechazar de entrada cualquier tacha de inconstitucionalidad del texto aprobado del Estatut, con la advertencia de tener graves consecuencias políticas extensibles a toda España. Y no le falta razón, porque en la decisión del Constitucional no se dirimen unas cuestiones competenciales que, con ser muy importantes para los catalanes, podrían encontrar compensación por vías directas o pactadas con el Estado, como ha ocurrido en los dos últimos ejercicios presupuestarios y también con algunas transferencias pendientes. Lo que se decide es el papel de Cataluña en el conjunto de España y sus rasgos de identidad nacional, que de modo casi subrepticio se enunciaba como un neologismo en el preámbulo del Estatut, su influencia y dignidad, después de las campañas anticatalanistas promovidas desde la derecha y también por dirigentes de algunas Comunidades Autónomas.
Con razón se sentirán los catalanes desairados si se confirman los augurios, que quizá sean predicciones, sobre la resolución del garante constitucional, puesto que algunos de los preceptos impugnados del Estatut, figuran con todos los honores en otros Estatutos Autonómicos como los de Valencia y Andalucía.
Por todo lo anterior es necesario sentar como premisa mayor que la Constitución determina que corresponde al Tribunal Constitucional decidir sobre la constitucionalidad de las normas, por encima de las Cortes Generales, de la Asambleas Autonómicas o de los referendos que hayan podido aprobar tales normas. Y que todos deben acatar sus decisiones. Y que no cabe desautorizar al Tribunal, ni culparle de aplicar las normas constitucionales. En todo este asunto, hay otros culpables.
En primer lugar las Cortes Constituyentes, que redactaron un cuerpo legal consensuado, pero a costa de dejar para el futuro el cierre del proceso autonómico y desprender al Estado de competencias que nunca debió transferir, lo que ha ocasionado un riesgo de ruptura de la unidad de mercado, inexistencia de homogeneidad de tratamiento de los funcionarios públicos, desigualdades en la atención sanitaria y educativa y diversidad en el esfuerzo fiscal. Los gobiernos de Felipe González retuvieron con habilidad los mecanismos básicos de cohesión, pero después y especialmente durante el primer gobierno de José Maria Aznar, los apoyos de los nacionalistas se cedieron a un alto precio.
Posteriormente fue Pascual Maragall quien, abusando de las promesas de un Rodríguez Zapatero que confiaba en la prudencia de sus compañeros catalanes, puso el listón del Estatut a una altura que ni los más nacionalistas imaginaban. A partir de aquí todo fueron maximalismos en una huída hacia delante en la que nadie quería ser menos nacionalista que los demás.
Esta es la historia breve pero cierta. Hay culpas de antaño y hogaño. No es ético desviarlas a un Tribunal Constitucional que se esfuerza por aplicar la norma suprema a su buen juicio. Ni es conveniente hacer un uso político de las decisiones según favorezcan unos u otros planteamientos. Una cosa es la discrepancia en derecho y otra muy distinta, y peligrosa, cuestionar la independencia y neutralidad -pese a todas las presiones externas ejercidas- del Tribunal Constitucional.